Por: Liliana Hoyos Arboleda
Cuando pienso en el país, pienso en mis ancestros, en miles de familias que han habitado esta patria desde antes de la colonización y que han dejado su memoria en el agua, en la tierra, en los bosques, en al ADN de sus sucesores, en el campo mórfico en el cual estamos todos conectados, este campo que concentra la memoria colectiva, aunque no compartan la misma generación ni el mismo espacio, como una gran biblioteca, esperando que alguien saque un libro para su lectura.
Pienso en lo unidos que estamos por estos hilos invisibles de amor ciego a nuestros ancestros, identificándonos y guardando lealtades, siguiendo sus pasos, compensando sus faltas, poniéndonos en su lugar, en un “yo como tú” que nos deja enredados en el movimiento de la vida, porque no logramos entender que en el sistema familiar y en el sistema nacional todos tenemos nuestro lugar. Un lugar que debemos honrar y respetar, porque cuando paso esa frontera y ocupo el lugar que no me corresponde, estoy invisibilizando, excluyendo, borrando, eliminando al otro, no le estoy dando lugar para que tome su fuerza y se pare en su lugar. Esta es la ley de la pertenencia de la que nos habla Bert Hellinger.
Esta ley de la pertenencia nos dice que “tanto en la familia nuclear como en la familia extendida existe una necesidad común de vinculación y de compensación que no tolera la exclusión de sus miembros. De lo contrario, aquellos que posteriormente nacen en el sistema inconscientemente retoman y prosiguen la suerte de los excluidos.”[i] Esta ley nos muestra la importancia de los vínculos, las implicaciones sistémicas y la necesidad que tienen las personas de hacer parte, de pertenecer al sistema, de respetar su lugar, de ser reconocidos, cuando esto se da el sistema se reorganiza. Un excluido del sistema es aquel que no se ve, no se mira, pero está y al no mirarlo no le doy el lugar que le corresponde. El alma colectiva desea estar completa, no admite que haya excluidos y por esto, nos llama a respetar todo lo que fue, es, y será.
De igual forma, que el sistema nos llama al orden de la pertenencia, nos invita a tener presente la jerarquía, la antigüedad, la prioridad de los mayores; esto implica reconocer a nuestros ancestros quienes estuvieron primero, a quienes debemos respetar, honrar sin juzgarlos y asumir que de ellos nos viene la vida. Respetar sus destinos y dejarlos a cargo de los asuntos que les conciernen, de lo que son responsables, dejarlos con: sus cargas, culpas, penas, rabias, dolores, asuntos inconclusos, traiciones, realizaciones y frustraciones. De esta manera asumimos nuestro lugar y renunciamos a un tipo de amor que se sacrifica por los que quiere.
El tercer orden del amor nos invita a revisar en nuestras relaciones el equilibrio en el intercambio, entre el dar y el recibir. La vida se sustenta en este equilibrio dinámico, sobrevivimos gracias a nuestros padres o cuidadores. En ocasiones el intercambio no es igualitario, como es el caso entre padres e hijos, donde los padres nos dieron la vida, el regalo más grande que puedan darnos y nosotros damos vida al sistema, generando más vida, siempre hacia adelante. Esta es la forma que se ha repetido durante miles de millones de años en el sistema familiar.
Esta ley marca la importancia del equilibrio ya que cuando un miembro de la familia da demás o, al contrario, cuando alguien toma algo que no le corresponde, se genera un desequilibrio que puede tener consecuencias en toda la red familiar, ya que habrá una tendencia a reclamar este acto.
Subyace a estos tres órdenes el ASENTIMIENTO, la fuerza del SI. SI a la vida con todo como es, entendiendo que la realidad es neutra, ni buena ni mala, solo es lo que es. Un asentimiento total a la vida tal y como es, con sus alegrías y tristezas, abriéndonos a la voluntad de la vida con humildad, en una actitud de aprendiz, reconociendo nuestra vulnerabilidad e indefensión. Nosotros hacemos una lectura, una interpretación de la realidad desde lo que somos, desde nuestro equipaje cultural, histórico, familiar y desde allí pretendemos cambiar las circunstancias, al otro, el afuera, sin darnos cuenta de que lo único que podemos cambiar es nuestra actitud frente a la vida, nuestro observador, nuestras creencias y narrativas sobre la realidad, en este sentido, solo podemos cambiarnos a nosotros mismos mediante un ejercicio de introspección, “de darnos cuenta, encontrar sentido y hacernos cargo”[ii].
Si a la vida, con todo como es significa reconocer que estamos al servicio de algo más grande, que estamos al servicio del destino colectivo de la humanidad. Implica rendirnos a eso más grande, sin juzgar, sin expectativas y sin control. Nos cuesta asumir que lo colectivo está por encima de lo individual, que como individuo estoy al servicio de la especie.
Estas leyes del amor me llevan a pensar en el amor ciego e infantil siguiendo sueños, venganzas y destinos de nuestros ancestros, viviendo la vida de otros y tratando de resolver los conflictos sociales del país desde afuera, desde el otro, sin comprender que el cambio social, el cambio del colectivo, el cambio de las culturas no puede darse si no me he ocupado de mí mismo, de mi familia, de mis pequeños nichos donde me muevo. El cambio se da cuando cada uno hace la parte que le corresponde, cuando cada uno se hace cargo de sí mismo sin juzgar al otro y comprende que lo que está afuera también tiene que ver conmigo. Tu eres yo y yo soy tu. Lo veo afuera y lo trabajo adentro y suelto la compulsión a la repetición, suelto el pasado que nos impulsa a la repetición, re-viviendo, re-sintiendo y re-sistiendo el dolor y la frustración, poniéndolos en un eterno presente esperando ser sanado.
La Gran Alma es la consciencia de la que todos los seres humanos formamos parte y ahí es donde está la solución al desorden del sistema. Bert Hellinger nos dice que El amor no es suficiente para alcanzar la felicidad, el éxito o el bienestar, y utiliza una metáfora del agua y la vasija para explicar qué son los órdenes del amor: Si el amor fuera el agua sin la vasija se desparrama… la vasija contiene al agua, el orden contiene al amor. De acuerdo con esta metáfora el amor sólo puede crecer y prosperar en el marco de un orden, ya que el amor por sí mismo no basta. La pertenencia, la jerarquía y el equilibrio entre dar y recibir son los órdenes del amor que nos llevan a tomar la bendición de la fuerza de la vida. Amor sin orden es mal amor, y no provee felicidad. Amor en sintonía con el orden es buen amor y nos lleva a la felicidad.
Debemos sanar desde el desarrollo de la consciencia. Necesitamos trascender y elevar los ojos al alma, ser mas incluyentes, asentir a la vida y al destino, ocupar nuestro lugar y ver el mensaje oculto de los destinos difíciles de nuestra familia. Tomar a los excluidos en el corazón es la fuerza, es la empatía sistémica que nos puede sacar de este círculo vicioso de víctimas y victimarios.
Bert Hellinger nos dice que “hay muertos que no han terminado de morir y aguardan a que alguno de los suyo haga algo por él”. Los mantenemos vivos en la memoria o los llevamos al olvido por sus actos dolorosos o vergonzosos, esperando a que un descendiente venga a resolver la situación. Con esto, podemos entender que nada es personal, que todo es colectivo y tiene que ver con la red de vínculos de la persona en su sistema.
Nuestro trabajo es la sanación de las dinámicas inconscientes que nos vinculan con los miembros de la familia y muy especialmente con las generaciones anteriores, podemos dejar esto en la memoria de los campos mórficos para no repetir destinos de anteriores y permitirnos hacerlo diferente. Nunca es culpa de un ancestro mi vida, soy yo quien lo sigo inconscientemente para ayudar al clan. Nuestras vidas forman parte de grandes movimientos de compensación y de reconciliación: Soltar, dejar ir y abrir espacio para recibir, morir para revivir, incluir, reconocer y aceptar para integrar, agradecer, honrar y respetar para sanar”. Todo este movimiento desde el amor y la compasión, como un territorio de la consciencia donde no hay diferencia entre tu y yo. En el seno de esa consciencia, no te sano, ni me sanas… nos sanamos. Nos sanamos mutuamente desde un nivel de la consciencia donde la individualidad, tal como nosotros la concebimos, desaparece.
[i] Bert Hellinger. Órdenes del amor, p.19
[ii] Método de Confluye para acompañamiento en procesos de evolución cultural