Por Ana María Estrada Tobón
Para nadie es un secreto que vivimos tiempos desafiantes, inciertos y disruptivos. Como sociedad nos preguntamos la mejor manera de vivirlos y enfrentarlos. Desde esa pregunta, aparece como respuesta la CONVERSACIÓN. Y no es para menos: la conversación, la misma que etimológicamente nos invita a dar vueltas juntos, es un verdadero desafío, en medio de la increíble paradoja de que lo simple, lo natural y lo orgánico, pareciera haberse convertido por momentos, a nuestros ojos, en lo más complejo.
Y es que la conversación, aquella que nos invita a encontrarnos con el otro, desde esa apuesta que en algunos momentos es suave y sutil, pero que en otros nos cuesta y nos exige, no es otra cosa que poner en movimiento el sentido profundo de nuestra humanidad.
Desde mi perspectiva, me sorprende que en muchas ocasiones tengamos la osadía de ubicar la conversación en el “afuera”, entendiendo el afuera como aquello que me incita y me convoca a opinar desde la observación del fenómeno independiente del observador que somos. Distingo entonces necesario, en la misma dirección de Otto Scharmer, padre de la Teoría U: la importancia de regresar el haz de luz al interior del individuo, de recordar y de reconectar con lo auténtico y esencial de cada uno, develando que nada de lo que pase en ese mundo exterior es ajeno a nuestra propia responsabilidad. Cuando la conversación se queda en el afuera, pierde su encanto y su magia de conexión con un propósito ecosistémico, apareciendo otras formas de encontrarnos que nos llevan a la fragmentación, como por ejemplo, el debate, en el que nos preparamos para que a punta de argumentos y de conocimientos, podamos “vencer” a nuestro oponente.
Pero no todo está perdido. Por el contrario, veo con entusiasmo y esperanza los espacios de conversación que surgen en la emoción de que podamos contribuir a la construcción de país, cada uno desde el lugar de conciencia en el que va. Para ello, es necesario que podamos adelantar un trabajo de introspección, de revisión de esas formas y maneras que nos son propias, de esos criterios de validez que nos instalan en una forma de mirar y de relacionarnos con nosotros mismos, con el otro y con lo otro. Sin ese trabajo, la conversación no puede aparecer.
Y no aparece porque se desconfigura el tránsito entre los intereses particulares y un bien mayor, que responde a un sentido trascendente de unidad. Y este movimiento sutil, pero que por ser sutil no es menor, implica todo un universo expansivo de posibilidades. Lo interesante del asunto es que cuando la conversación aparece de manera auténtica, desde lo esencial y lo que realmente es importante, las personas ya no somos las mismas, ya no podemos ser las mismas, y resultamos cambiadas; pero no porque el propósito sea ese, sino porque, al danzar con el otro, desapegándonos de nuestras propias certezas, se nos amplía el “paisaje”, nos movemos de lugar, y por lo tanto generamos todo un movimiento en el sistema mayor.
Desde ese lugar de conciencia, quisiera invitar a abrir los espacios de conversación, que nos convocan como ciudadanos responsables de lo que estamos viviendo hoy en el mundo, para que podamos integrar la fragmentación que vivimos, que nos aleja, nos distrae y nos deja sumidos en una terrible soledad, desde ese trabajo interior, desde ese cultivo que nos trae la semilla de la unidad de la que hacemos parte como personas.
Recuperemos la dignidad que como seres humanos tenemos, para que nuestro vivir tenga sentido, para que desde nuestra conversación que abre, que transforma, que moviliza y que trae la mirada compasiva y amorosa, permita que en esa conversación el otro pueda aparecer, desde el lugar en el que esté, desde el disenso o el consenso, para que capitalicemos la sabiduría colectiva, que viabilice un mundo que sea posible para todos.