Una invitación a revisar nuestra naturaleza biológica-cultural
Por: Ana María Estrada Tobón
El 6 de mayo pasado, murió Humberto Maturana Romesín: sus enseñanzas y sus reflexiones son un importante legado para la humanidad, desde lo que él y su inseparable compañera de la Escuela Matríztica, Ximena Dávila, denominaron: Biología Cultural. Es posible que, con estos tiempos que corren tan desafiantes para nuestro querido país y para nuestro planeta, podamos aproximarnos de manera decidida a sus enseñanzas, y retomemos eso, a lo que durante gran parte de su vida invitó: a conversar. Conversar para encontrarnos, colaborar y hacernos responsables del mundo que generamos con nuestro vivir.
Tuvo una vida incansable, curiosa y sugestiva, dejándonos un fértil legado que nos recuerda eso que nos une a los humanos: somos personas. Y es que eso que parece tan natural, el que seamos personas, no es cualquier cosa. Se trata nada menos y nada más, de que nuestra naturaleza es amorosa, que nacemos en la confianza de ser acogidos, invitándonos a recuperar esa confianza fundamental, que es la que nos permite transformarnos en la convivencia, unos con otros. Tuve la enorme bendición de ser su aprendiz durante varios años Y tengo que decir que, aún hoy, lo sigo siendo, y lo seré durante el resto de mi existencia. Mi vida se transformó a su lado, y pude constatar cómo sus enseñanzas, sus preguntas provocadoras y su maravilloso ingenio, marcaron un antes y un después.
Sin lugar a dudas, acercársele implicaba disponerse a un cambio en la forma de mirar: a nosotros mismos, al otro, y a lo otro, que configura el ámbito relacional de nuestro lenguajear y, por lo tanto, nuestro emocionear. Un lenguajear que invita a la coordinación de haceres, más allá de las palabras, en el que participamos “completos”, sin cálculo, y en lo máximo de nuestra honestidad. Y un emocionear que incluye, construye con el otro, a partir de nuestros deseos y preferencias, que son finalmente las que determinan el curso de nuestra historia.
Desde ahí, lo racional aparece para justificar precisamente lo que estamos deseando hacer. Ser consciente de esta distinción, moviliza un entendimiento que nos integra y que nos acoge, desde el vivir que cada uno ha escogido seguir. Desde su forma de mirar, insistía una y otra vez en que las personas queremos hacerlo bien. Lo que pasa es que nos sale como nos sale, decía en medio de risas. Y es que uno de sus principales aprendizajes tiene que ver con este simple pero poderoso aspecto: si uno pudiera ver que puede hacerlo diferente, pues lo haría distinto. Por lo tanto, cada uno se mueve desde ese lugar único de conciencia, desde el cual se puede mover.
Y, finalmente, es allí desde donde aparece la posibilidad de responsabilizarnos del “mundo que generamos” con nuestro movernos, con las decisiones que tomamos, con lo que convocamos e invitamos, e incluso con aquello que dejamos de hacer. El responsabilizarnos es uno de los aspectos centrales de su pensamiento, trayendo la mirada del observador que somos, ya sea uno mismo, o el otro. Decía: todo pasa por el observador que somos, y esto ya nos hace responsables. Desde ahí introdujo la noción de la distinción para significar que lo que vemos, cualquier cosa que sea, tiene que ver con cada uno de nosotros: lo que somos, nuestras emociones, nuestra manera de mirar; pero, sobre todo, con lo que hacemos. Las personas hacemos distinciones de lo que vivimos y experimentamos. Y, al hacerlo, nos responsabilizamos de las consecuencias de nuestra forma de mirar. Es por eso que la objetividad aparece para él entre “paréntesis”, y se abre al concepto del “multiverso” que enriquece, que nos amplía el entendimiento y que nos convoca al bienestar de la colaboración y a la vivencia plena del aprendizaje de la diversidad.
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Retomamos este sentido homenaje a Humberto Maturana Romesín, un gigante curioso y juguetón con espíritu de niño, que nos deleitó con sus apuntes y con sus aprendizajes a quienes tuvimos la fortuna de conocerlo. En la primera parte, veníamos abordando el concepto del Observador, mediante el cual las distinciones que hacemos pasan precisamente por ese observador que somos. Desde esa perspectiva, es nuestro mirar el que le da existencia al mundo “afuera”, y esto tiene unas implicaciones enormes en nuestra manera de relacionarnos en esa unidad ecológica, organismo nicho, que se mueve y se conmueve, cuando somos capaces de responsabilizarnos de nuestro vivir.
La invitación de Maturana a conversar, desde ese “dar vueltas juntos”, en el que el nos disponemos a transformar nuestro mirar en ese encuentro con el otro, nos devela el camino para el “dejar aparecer”; ya no desde lo que a mí me gusta, o lo que yo quisiera que fuera, sino desde la legitimidad de la existencia del otro. ¡Cuánta falta nos hace, por estos días, esta distinción del conversar en nuestro querido país! Y es que cuando nos abrimos a esta experiencia maravillosa que es la conversación, resultamos cambiados: nuestros sentires íntimos, nuestra forma de pensar y de mirar al otro y a lo otro, se enriquecen con el aporte y el sentir de las personas. Desde ahí, Maturana hace un llamado de atención alrededor de la diferencia entre el diálogo y la conversación: el diálogo nos trae la pregunta por la razón y, por lo tanto, por la argumentación; mientras que la conversación incluye ese emocionear que trae la pregunta por los motivos, por los deseos, por las preferencias que delimitan todo el tiempo la deriva del vivir humano.
Con la matriz biológica de la Existencia Humana, Maturana nos explica cómo las personas nos transformamos a partir de la curiosidad y del dolor. Curiosidad que invita a detenernos para preguntarnos; y el dolor que nos cambia la forma de mirar, al profundizar nuestro aprendizaje en el vivir. La pregunta es central: no tanto por las respuestas que podamos encontrar, como por el movimiento que le damos al nicho sistémico amplio. La curiosidad sacude nuestras certezas, trayéndonos al orden del día lo que queremos conservar. Por eso, el desapego se vuelve necesario, en el movimiento y en la renovación permanentes de la unidad ecológica organismo-nicho.
La pregunta por los pilares de la conducta ética está más presente que nunca: la comprensión, el entendimiento que invita a la ampliación de la conciencia de los seres que somos y las consecuencias que tiene nuestro operar en el nicho. Y, como si fuera poco, incluye, ni más ni menos, la acción oportuna y a la mano, centrados en una ética espontánea, alejada de los modelos a los que estamos tan acostumbrados. La ética espontánea aparece porque, cuando uno se da cuenta de algo, ya no puede hacerse el que no ve, sin estar mintiendo.
El legado maturanezco adquiere un enorme sentido en los desafiantes y actuales retos de nuestro país y del planeta: la necesidad de volver a lo esencial, en donde permitamos que el otro aparezca legítimamente y en donde reconectemos con el sentido profundo de la conversación, más que con el diálogo o la negociación. Desde esa perspectiva, no se trata de cómo hago para no perder, sino cómo me dispongo a construir, con el otro, un mundo posible para todos.