Por: Sara Martínez Ramírez
Especies en vía de extinción, oficios por anularse gracias a la Inteligencia Artificial, el miedo a denunciar, el cuidado de cómo nos vemos, la posibilidad de no ser reconocidos, el anhelo de pertenecer. Todo ello como amenaza ante nuestra presencia en este mundo.
El llamado a ser vistos porque reconozcan lo que hacemos, cómo lo hacemos y los motivos que alimentan nuestros actos, son el reclamo permanente, y como no, si es que estamos haciendo un enorme esfuerzo.
Mientras tanto, desaparecemos.
Cuando la importancia de conservar el empleo sobrepasa la capacidad de hablar, pero sobre todo anula la capacidad de sentir: “aquí no se puede ser emocional”, “aunque estes revolcado por dentro, debes mostrarte impecable por fuera, neutral”, “aquí ni la amistad ni los sentimentalismos”, “la emoción y los negocios no van de la mano” y ni que decir de las intuiciones y otras formas de vivirnos.
Así somos tan capaces de evitar decir lo que pensamos y lo que sentimos para no entrar en conflicto, para no incomodar, para no demostrar desacuerdo, duda, inquietud, y nos disponemos a seguir la corriente, sobre todo a los jefes, pues es importante que vean que yo estoy dispuesto. –si al jefe le gusta a mí me encanta– dicen jocosamente algunos.
Entonces cuando alguien, compañero o no, se atreve a ser diferente, a preguntar, a expresar su sentir, o mejor aún a expresarse desde el sentir, somos capaces de asombrarnos y por supuesto juzgar: ¿Cómo se le ocurre decir eso? ¿Qué tal lo que dijo o hizo?. Y cómo no, si lo que nos muestra ese alguien, es que no está en el enorme esfuerzo que otros hacen para poder garantizarse un lugar.
Entonces desaparecemos.
Cuando en la emoción de mantener el hogar o la pareja, estamos dispuestos a cambiar lo que somos o evitar demostrar lo que sentimos, asumiendo lo que el otro quiere ver de mí, y por tanto, no reclamamos porque no es bien visto, no preguntamos, no decimos lo que intuimos, dejamos que la procesión vaya por dentro. ¿Quién quiere verse como el inmaduro o el infantil?
Cuando inhibimos el deseo de hacer algo porque: podemos mal acostumbrar al otro, o generar lo mismo que en una relación pasada, escuchamos cosas como: “uno no puedes ser tan detallista, tan cursi, tan sincero, tan cansón” porque el otro se espanta.
Entonces desaparecemos.
Cuando debemos ser fuertes por ser los padres, dar el ejemplo, en la devoción del amor, entregarnos, sacrificarnos si es necesario, dejar todo lo nuestro para después, primero nuestros hijos, sus estudios y no nuestros aprendizajes, su desarrollo y no nuestro crecimiento que no se detiene con tenerlos, sus dientes y sus sonrisas y después las otras fuentes de alegrías propias, los sueños, proyectos que no los incluyen directamente pero que los contemplan. Yo después.
Entonces desaparecemos.
Cuando creo que los asuntos de mi barrio, ciudad, o país no son de mi alcance, que alguien más debe resolver, hacer, gestionar, responder, y no participo, me silencio, no creo, espero, afirmo con reproche: “¿dónde están las autoridades?”. “Espero que éste si solucione”.
Entonces desaparecemos.
En aquellos lugares donde transitamos como si no fueran vivibles, los no lugares de Marc Auge, como ese aeropuerto donde puedo conectarme a la reunión sin percatarme de: el pequeño de otro país que te ofrece su juguete en un acento bonito, la señora que no alcanza a leer en la pantalla la sala de su vuelo, el suelo extremadamente limpio porque alguien pasa diez veces por hora, el cielo, la temperatura.
No lugares como la ruta en el taxi que es tiempo “perdido” con alguien que puede tener algo importante que contarte o a quien efectivamente tú puedes hacer cualquier pregunta. Podríamos ir también en silencio, viendo pasar la ciudad, los puentes, las casas, los colores. Pero no, vamos a la pantalla del celular, a ver que vemos, o hacemos la llamada, ignorando al otro que escucha, no sé quién me conduce, si está bien, si está.
Entonces desaparecemos.
No hay nada que no sea legítimo en la complejidad que somos, en cada pieza de este tejido que nos conforma, como lo diría Maturana, en estas coherencias operacionales, relacionales y sensoriales que somos, lo que habitamos y vemos es lo único que podemos experimentar. Y es justo ese sentir-observar que somos, lo que debemos poner en los lugares que habitamos, el trabajo, las ciudades, las relaciones, los lugares de tránsito y espera, de otro modo cómo podemos contribuir confiando en nuestra capacidad reflexiva y nuestra intención amorosa. Contribuir es nuestro derecho y además nuestra responsabilidad; pero para ello debemos aparecer.